Cuando miramos la realidad de algunas familias de nuestra iglesia puertas para adentro, las estadísticas no siempre suelen ser las más felices.
Lamentablemente son muchos los hijos de líderes y pastores que deciden no abrazar la fe de la misma manera en la que lo hicieron sus padres, o hasta incluso llegan a tomar la determinación de negarla. Si bien está claro que hay múltiples factores que pueden influir en eso, sería muy necio y arrogante de nuestra parte pensar que como padres no tenemos nada que ver con el asunto o nada que cambiar.
Es cierto que nuestras motivaciones pueden ser las correctas y los objetivos pueden ser espirituales, pero te invito a pensar en cómo podrían verse las cosas desde la óptica del hijo de un padre súper ocupado en el servicio. Estas frases que vas a leer son simplemente ilustrativas. No llevan la firma con el apellido de nadie, pero tranquilamente podrían llegar a ser ciertas y creo que vale la pena reflexionar acerca de nuestra propia realidad detrás de escena.
“Mi papá tiene una reunión distinta todas las noches de la semana y casi ni lo vemos en casa”. “La asistencia perfecta de mi papá en las actividades de la iglesia coincide con su ausencia perfecta en todas mis actividades (actos, partidos, conciertos y hasta algunos cumpleaños)”. “Lo único que a mi papá le interesa de mí es que vaya a la iglesia, aunque me da razones espirituales creo que le importa más lo que dirán si no lo ven con toda la familia en las reuniones”.
“Mi papá me habla de que hay una bendición especial en asistir a la casa de Dios en familia, y yo me pregunto si no habrá alguna bendición por sentarse alguna vez conmigo en casa para ver tele, charlar o comer en familia”. “Me da mucha bronca llegar a esta edad y no tener padre teniendo uno. No sé si fue Dios, la iglesia, las reuniones, sus caprichos religiosos o quién, el que me robó a mi papá”
Sí, yo sé que todas estas situaciones parecen extremas y seguramente no sean tu caso, pero llegando a un nuevo día del padre, no vendría nada mal pedir que el Espíritu Santo nos dé luz para revisar con una autocrítica sana, el orden y el balance de nuestras prioridades.
Dios es nuestra prioridad número uno
No hay dudas de que Dios es lo más importante de nuestra existencia. Así de simple y contundente. Es más, desde el día en que decidimos aceptar su llamado para servirlo, su reino y sus planes también pasaron a ser prioritarios para nosotros. Nada de eso está en discusión. Lo que sí sería sabio discutir, es si realmente será cierto que cuanto más tiempo pasemos haciendo cosas, más agradaremos al Señor. Siempre deberíamos preguntarnos: ¿Qué me está pidiendo Dios específicamente que haga?
En la iglesia siempre habrá más para hacer
La familia y particularmente nuestros hijos, no son algo de lo cual ocuparnos solo cuando no nos queda nada para organizar en la iglesia, nadie a quien aconsejar o ningún sermón para preparar. Sería triste vivir atentos a las necesidades de todo el mundo menos de los que más amamos, quienes curiosamente son uno de los tesoros más preciados que se nos dio para cuidar.
No dejemos que el enemigo nos enrede. Lo que quizás entendemos como un sacrificio espiritual, puede terminar resultando en abandono. Siempre habrá un plan B para esa reunión, ese mensaje o ese curso de varios meses. Para lo que definitivamente no habrá plan B es para nuestro rol de padres en casa. De qué nos sirve ayudar a miles de jóvenes si descuidamos a nuestros hijos. No tiene sentido andar por el mundo guiando a otros si no invertimos tiempo suficiente en dejarles a ellos una huella positiva.
A veces me pregunto si nos importa más nuestra “carrera ministerial” o el futuro terrenal y eterno de nuestros hijos. La primera opción puede prometer cierta notoriedad; la segunda quizás no sea muy populE, pero puede traer como cosecha el compartir con nuestros hijos la fe, el servicio y la vida eterna en el cielo.
¿Y mi llamado?
Alguien podrá preguntar, ¿Y entonces qué hago con mi llamado? No hay razón para tener que elegir entre el llamado y la familia. Si Dios nos llamó y también nos regaló una familia, deberíamos pensar que el problema no está en Dios ni en el servicio, sino probablemente en nuestra manera desbalanceada de manejar las cosas.
Por supuesto que nadie dice que sea fácil encontrar el equilibrio justo para ser siervos con corazones dispuestos que a la vez no desatienden su hogar. ¿Por dónde empezar? Quizás estas 4 humildes sugerencias te ayuden:
Delegar: Solemos pensar que a ciertas cosas nadie las hace mejor que nosotros. Sea cierto o no, la realidad es que mientras no empecemos a delegar estaremos sobrepasados, los demás no se desarrollarán y el ministerio directamente no crecerá.
Saber decir que no: No está escrito en ningún lado que tengamos que aceptar todas las invitaciones, meternos en todas las comisiones o atender a todas las personas que lo necesiten. Busquemos la guía de Dios en esto, pero sepamos que no es pecado a veces decir que no.
Generar tiempos de calidad: Seamos estratégicos en crear espacios dentro de la semana en los que compartamos con nuestros hijos momentos que ellos disfruten. Así afianzaremos el vínculo y se nos abrirá la puerta para ser una influencia espiritual positiva.
Ser auténticos: Pidamos perdón a nuestros hijos todas las veces que sea necesario. Reconocer con ellos nuestra incapacidad, entre otras cosas, para manejar nuestras prioridades no nos hará perder autoridad. Todo lo contrario.
¿Descuidar a nuestros hijos por servir a Dios? No existen argumentos pensar que esa sea su voluntad. Que ese Dios a quien servimos y a quien le pertenecemos, nos dé la sabiduría y las fuerzas para manejar sabiamente nuestro tiempo. Es demasiado lo que está en juego.
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